jueves, 31 de marzo de 2011

MAXIMILIENNE EN EL ROBLEDAL DE CORPES

Los últimos días han transcurrido sin pena ni gloria. No siempre se puede estar en la cresta de la ola, aunque admitirlo no resulte fácil. Han tenido que ver en ello el mal tiempo reinante y el exceso de trabajo. Encerrados a cal y canto en el castillo, sévérine clavada a su asiento delante del ordenador y yo empeñado en mil y una actividades. La rutina también acecha a las parejas Bdsm. Admiro a aquellas que son capaces de mantener intacto el espíritu en el marco de una relación 24/7, pero sólo de pensarlo, me agoto. Demasiada responsabilidad, demasiada exigencia. Ambos tenemos claro que sévérine es mi esclava, pero que no por ello deja de ser mi pareja. Nuestro contrato estipula que, sin collar de por medio, los papeles se diluyen y estamos a otra cosa. En eso residen, por otra parte, lo extraordinario y lo sublime de nuestras sesiones. Puedo, eso sí, reclamar su obediencia y su entrega en cualquier momento con un simple 'à genoux!' (en francés, que es el idioma que empleamos los dos para salir de nuestros avatares cotidianos y penetrar en nuestros respectivos roles. Estrategia que favorece la ruptura de lazos con los aspectos consuetidunarios de nuestra vida). Ventajas de compartir el mismo techo y de pasar el día entero juntos. Para sévérine, la expresión es como el 'ábrete Sésamo'. Le basta oírla y se transfigura automáticamente, mientras procedo a colocarle su collar alrededor del cuello. Claro que también ella puede proponer que demos rienda suelta a nuestra pasión compartida. Sólo tiene que presentarse ante mí con el collar en la boca, como una perra solícita. Y, luego, están los días especiales, en que invitamos al Señor X y organizamos una serie de cuadros, a cual más excitante. El Señor X viene de lejos, es un viejo amigo, hombre serio y de honor, y me gusta agasajarlo como se merece. Para esas ocasiones, sévérine tiene asignados una serie de roles, con sus correspondientes disfraces. Puede ser la niña que, procedente del colegio, irrumpe en el salón en que su padre y su amigo charlan delante de la chimenea, con sus vasos de whisky añejo en la mano. Ni que decir tiene que su impertinencia es debidamente castigada, bajo la supervisión y el beneplácito del Señor X. Vestidos de riguroso tweed, al calor de la hoguera, nos gusta contemplarla, de rodillas sobre una dura silla, con la faldita echada sobre los riñones y sin bragas. A sévérine le excita sobremanera que, mientras sufre castigo y sevicias y se ve conminada a ejecutar toda clase de actos impuros, su Amo y el  Señor X reflexionen sesudamente acerca de la estética de Adorno, de la filosofía de los libertinos del XVIII o de cualquier otra elevada cuestión.
Otras veces, le toca desempeñar el papel de la criadita que, subida a su escabel, le quita el polvo de la biblioteca. O, si no, es la delicada y descocada Maximilienne, una francesita necesitada de una disciplina férrea, de la que soy tutor y maestro. Hay más papeles, que desempeña con igual pericia. Y, en cada caso, me gusta y complace su doble entrega, al arte de la representación, por una parte, y al de esclava devota por otra. En esos momentos, alcanza un grado insuperable de belleza y perfección. Y yo me veo compelido a estar a la altura, pues también los Amos hemos de ser capaces de corresponder a nuestras esclavas y dar lo mejor de nosotros mismos. Soberbias sesiones. Esperamos que, pronto, el atareado Señor X vuelva a hacernos una visita. Entretanto, sévérine se disfraza para mí. A veces, con solo un par de medias y su collar. Me basta, en general, con su piel pálida marcada en rojo. Sólo tengo que pronunciar las palabras mágicas para que la fantasía se haga realidad. À genoux!
En mi cabeza, voy diseñando nuevas pruebas: la visita de una pareja de desconocidos a los que sévérine, con los ojos vendados, deberá atender, con la devoción de una perrilla, por ejemplo. O un pícnic, ahora que llega el buen tiempo. Los árboles se prestan muy bien a la escenografía clásica. Como en aquel dibujo que me obsesionaba de pequeño, descubierto entre las páginas de un libro dedicado a leyendas españolas (creo recordar que se llamaba así, precisamente: Leyendas Españolas), en el que aparecían representadas las hijas del Cid, doña Elvira y doña Sol, atadas a sendos árboles en el robledal de Corpes, tras haber sido vejadas por los infantes de Carrión. Qué placer, vejar a mi esclava querida, entre jaras, encinas y robles. Hay incluso un viejo tilo, de más de doscientos años, que se prestará que ni pintado a la escena que tengo atesorada en mi cabeza. Y estas páginas recogerán lo que allí suceda.


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