martes, 13 de agosto de 2013

DEXTER, MUCHO MÁS QUE UNA SERIE

 



 El argumento es de sobra conocido, a estas alturas: versa, a grandes rasgos, acerca de un psicópata que durante el día ejerce de analista de sangre en el cuerpo de policía de Miami y, por las noches, se transforma en asesino empeñado en eliminar ritualmente a toda aquella escoria social que, probadamente culpable, logra librarse sin embargo de la acción de la justicia. En suma, un justiciero en los márgenes del sistema; un género que gusta mucho del otro lado del Atlántico. 

Si a eso sólo se limitara la trama, el asunto no iría mucho más allá que una película con Charles Bronson de protagonista. O a cualquiera de la saga de Harry, el sucio (y que la musa del cine y Clint Eastwood me perdonen). Lo que hace de Dexter una serie apasionante, por lo menos a mi juicio, es el aspecto reflexivo del personaje; su lucha interior incesante entre el impulso de destruir, propio del psicópata, y cierta consideración de las consecuencias, de los daños colaterales, podríamos decir, de sus actos (sobre todo a medidas que éstos acontecen), sin entrar en consideraciones morales (solventadas en parte por el hecho de que el asesino se rige por un código estricto, un criterio selectivo que canaliza su instintiva necesidad de matar). Pero, por encima de todo, la clara conciencia de sí mismo como alguien poseído por lo que él mismo denomina su dark passenger, su oscuro pasajero. A partir de este punto, cualquiera que haya sentido una profunda extrañeza respecto de su entorno; experimentado el dolor de la escisión interna y de la abismal soledad derivada de la inefable, de lo que no se puede contar; dominado por incontrolables y desasosegantes impulsos (sexuales, autodestructivos, etc.), nacidos de lo más hondo, cualquiera en ese caso, digo, no puede por menos que sentir una brutal y absoluta identificación con el personaje; proceso de identificación que no hace sino crecer a medida que se va desplegando el monólogo interior de Dexter (a veces bajo la peculiar forma de diálogo con su difunto padre adoptivo, diseñador, junto a la doctora Vogel, del mencionado código); y con él, la percepción dolorosa de la singularidad del personaje, ligada de forma fatídica a su origen, y de sus límites. 




Algo parecido ocurre en el seno del BDSM y entre sus moradores. Librados a su impulso primario, los presuntos Dominantes no pasan de ser meros depredadores, aprendices de psicópata -cuando no psicópatas de pleno derecho-. Y las sumisas, simples víctimas, masoquistas emocionales en pos de su verdugo. Dolor (del que aniquila) e impotencia. Desubicación y desconcierto. Frustración, en suma, para esos seres dominados todos ellos, a su vez, por el Ansia... De ahí, por tanto, la importancia del código y de los protocolos, que canalizan el impulso y alimentan el autocontrol. Porque no basta con creerse dominante, para eso vale cualquier machirulo de tres al cuarto, cualquier vulgar maltratador; hay que hacer el esfuerzo de elevarse hasta la condición superior, mediante la toma de conciencia y la formación que desemboca en el conocimiento, y merecerla, para hacerse uno, a su vez, merecedor de la sumisa que nos toque en suerte. 



martes, 28 de mayo de 2013

UNIFORMES I

En general, los uniformes constituyen una de las manifestaciones más recurrentes del fetichismo. Su uso implica, de forma inequívoca, una relación vertical, jerarquizada. Su portador, hombre o mujer, es, por el mero hecho de llevarlo, un agente dominante, imbuido de autoridad, frente al no uniformado, al que corresponde el papel sumiso, de obediencia debida. Evidentemente, no basta con disfrazarse para que esa autoridad, ese poder, sean de facto. Hay que demostrar que uno merece llevar ese uniforme, que es capaz de estar a su altura; que de la suma del individuo y del uniforme emana un aura que otorga sentido al conjunto. Pero eso es otra historia.

De entre todos los uniformes posibles y, sobre todo, de entre todos aquellos cargados de una fuerte simbología (policía, médico, enfermera... es decir, aquellos ligados a profesiones frente a las que resulta fácil sentirse particularmente vulnerable), destacan los uniformes militares, capaces de suscitar tanto una atracción irresistible como un visceral rechazo, por su inequívoca relación con el poder, la violencia y la muerte. Claro está que no todos causan el mismo efecto, pues no todos poseen la misma capacidad evocadora. En esto, como en todo, sigue habiendo jerarquías. Los hay, por ejemplo, de un histrionismo risible, como los que suelen vestir los dictadorzuelos, que, como las urracas, se pirran por las chorreras doradas y los colores vistosos. Los hay de andar por casa, carentes de la marcialidad y el porte que solemos asociar a ese tipo de prendas. Es el caso por ejemplo de los uniformes del ejército ruso, que oscilan entre la exageración cómica que caracteriza a sus altos mandos, con sus gorras de plato sobredimensionadas, y el aspecto cutre, poco refinado, de la tropa. Lo primero -la exageración cómica- no es un rasgo privativo del Ejército Rojo. Basta con echarle un vistazo a una foto de Hermann Göring embutido en su uniforme de Mariscal del Aire, para entender hasta qué punto pueden ser risibles la megalomanía y la autocomplacencia. O a la caterva de altos mandos del Ejército de Corea del Norte, que, juntos, recuerdan un vasto campo de setas radioactivas.

Los ejércitos modernos han perdido, por otra parte y en mi augusta opinión, todo sentido de la elegancia. Ya son sólo máquinas, más o menos eficaces y funcionales, de hacer la guerra. Motivos de camuflaje, anchas guerreras, pantalones holgados y cubiertos de bolsillos parecen más propios de tareas de mecánicos; o, como mucho, de la práctica de la cinegética. 

En mi orden de preferencias, la zona más alta del escalafón la ocupan los uniformes de oficiales del Ejército británico, y principalmente del arma de caballería, correspondientes al periodo que transcurre desde la Guerra de los Bóers hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Por su corte, marcial y al tiempo preciso; por la calidad de sus telas. Un ejemplo de diseño, capaz de aunar belleza y función. 





 
 
 
Para una ampliación del tema relativo al carácter simbólico y fetichista del uniforme:
 
 


jueves, 25 de abril de 2013

EN EL LABERINTO

 
 
 
Como en la metáfora recurrente que hace alusión a la voluntad de hacer pública, siquiera a sus propios ojos, su íntima condición, por parte del homosexual reprimido, los sadomasoquistas también salimos del armario y nos mostramos a la luz de nuestra propia conciencia, deseosos de dejar de engañarnos y decididos a deshacernos del lastre del juicio ajeno. Pareciera entonces que todo se ilumina. Atrás quedaron los titubeos, las dudas persistentes, el deseo acuciante de ser "normales", o cuando menos de parecerlo. Algunos, guiados por el impulso de la revelación, llegamos incluso, en la estela de Saulo tras su caída del caballo en el camino de Damasco, a hacer pública profesión de fe (lo cual, aceptémoslo, resulta siempre mucho más fácil y llevadero en el caso de los Dominantes que en el de los sumisos. Y de entre aquellos, más sencillo y asumible cara a los demás para Ellas que para Ellos. Son los condicionantes de la época que nos ha tocado vivir).
 
Henos pues fuera de los estrechos límites de nuestros temores (el miedo a nosotros mismos, a lo que anida en nuestro interior, y al mecanismo social de censura y castigo). Tiene uno la impresión de pronto de que todo está abierto ante nosotros, de que todo es posible. Fascinante ilusión. En realidad, no tardamos en descubrir que la iluminada sala, marco de nuestra anhelada reconciliación, se abre a su vez a nuevos espacios, a través de puertas que resulta imperativo abrir, pues negarse equivaldría a instalarse en la autocomplacencia, alimentada de nuevo por el temor. Nuestras mentes, conservadoras como lo son todas, han aceptado lo inevitable, que consistía, para evitar males mayores, en no seguir posponiendo el reconocimiento de nuestras naturalezas, pero ya no se muestran tan dispuestas a seguir ahondando en la exploración de nuestras retorcidas psiques. Y, sin embargo, no hay más salida al dilema que seguir avanzando, descubriendo nuevas cámaras, aceptando desafíos, poniendo en juego las emociones recién liberadas.
 
 

 
En otras palabras: hemos penetrado hasta el corazón del laberinto y, a diferencia del mito (que como todo mito responde a mecanismos depurados de control social), nos hemos fundido con el Minotauro (¿qué sentido tenía matarlo, siendo como es el reflejo invertido de nosotros mismos?*). Sin Ariadna y sin hilo**, el regreso a la superficie nos está vetado. Alcanzar la salida -si es que ta cosa existe- pasa por completar el mapa del dédalo. Adelante, siempre adelante. Una puerta abre a una estancia que ofrece la posibilidad de varias otras puertas. Se producen encuentros que ponen en juego el precario equilibrio y que dan lugar a nuevos interrogantes (pero también a confirmaciones, no exentas de cálculo). Y seguimos avanzando, aun a riesgo de extraviarnos de forma irremediable, lentamente seducidos por la dinámica del proceso, por el desvelamiento progresivo de las muñecas rusas contenidas en nuestro interior, por los desafíos que plantea la exploración de tan intrincado lugar.
 
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita.
Ahi quanto a dir qual era è cosa dura
esta selva selvaggia e aspra e forte
che nel pensier rinova la paura!


*En ello reside la diferencia entre una psicología volcada en el reconocimiento de sí y la adecuada canalización de las pulsiones y esa otra que juzga y condena en nombre de determinados principios de higiene mental y social.

**Fijémonos, por otra parte, en el hecho de que Teseo acabará abandonando, en su viaje a la superficie (esto es, el regreso a su patria) a su presunta salvadora, esa Wendy del mito clásico que es Ariadna, para enfangarse en una relación enloquecida con la hermana de ésta, Fedra, enamorada a su vez de Hipólito, hijo del propio Teseo. Este se había ofrecido, en nombre de Atenas (encarnación de la ley social) a matar al Minotauro (resultado, a su vez, de las pulsiones bestiales de Pasifae), es decir su propio lado oscuro.Al cumplir el encargo, se hace deudor del castigo de los dioses, que son la materialización de la naturaleza.

viernes, 15 de febrero de 2013

TUTORES


 
Mucha gente, en el seno del BDSM, reniega o simplemente rechaza de plano la figura del Tutor, ya sea hombre o mujer. A su juicio, o resulta totalmente innecesaria, en la medida en que piensan que se solapa con la del Dominante o el Amo, o constituye la excusa perfecta para poder disponer, usar y abusar del sumiso o sumisa que acude en busca de orientación, sin tener que comprometerse en nada. Sin embargo, el problema, en mi opinión, no radica en la figura del Tutor o su función, sino más bien en la interpretación torticera por interesada que hacen de la misma muchos Doms de ambos sexos para sacar tajada a cambio de migajas.

Porque a mí, sí me parece necesario el rol del Tutor para aquellos casos en los que alguien desnortado, confuso, con las querencias mal definidas, trata de entender algo, de reconciliarse consigo mismo -superando sentimientos como la culpa o la vergüenza-, de asumir su condición, etc.-. No existe otro sentimiento entre ambos que la confianza necesaria para poder hablar, confesar las dudas y entrar en el delicado terreno de las confidencias. En cualquier caso, es un rol que no entraña en ningún caso el formar, o adiestrar, al sumiso que haya llamado a su puerta, ya que su papel no es sino el de mero asesor; alguien que aclara dudas acerca de qué es el BDSM; que contribuye a reforzar la autoestima de la persona a la que tutela; que le ofrece apoyo y consuelo cuando ésta nota que pierde pie, se ahoga en un mar de confusión o tiene un mal encuentro con algún depredador disfrazado de Amo solvente; que le enseña a distinguir un falso Dom de otro que no lo es (no en función de las animosidades personales, sino de criterios objetivos: no es un buen Amo quien jamás escucha, quien trata de imponer su santa voluntad a gritos, quien coacciona, amedrenta...); que le inyecta ánimo y sentimiento de orgullo por ser quien es.
Aclaremos, además, que infundir orgullo y autoestima en una sumisa, guiarla en su formación (lo que incluye el conocimiento de sus derechos) no es enseñarle una visión particular del BDSM, sino dotarla de las herramientas necesarias para que ella desarrolle y disponga de la suya propia (muchos Doms sienten rechazo hacia esta posibilidad, pues ven mermadas sus posibilidades de modelar a la parte sometida a su gusto y sin apenas resistencia).

No tiene pues el menor sentido que lleven a cabo sesiones juntos (aunque podría considerarse la excepción, harto excepcional, de que la propia parte sumisa lo solicite, al cabo del tiempo, cuando ambos se conozcan muy bien y confien plenamente el uno en el otro, estipulando con detalle los límites y el grado de implicación; aunque ya digo que no deja de ser arriesgado por las posibles derivas emocionales); tampoco lo tiene que la parte tutora se empeñe en modelar nada en absoluto (porque en ese caso, sería incurrir en flagrante delito de manipulación).


Lo importante es comprender que la confusión de papeles favorece el poder nadar y guardar la ropa; o lo que es lo mismo, diluir la responsabilidad, el sentido de compromiso y el valor del pacto. Lo cual constituye una falta de respeto tanto hacia la parte a la que se pretende confundir, con la coartada del consejo y la ayuda, como hacia uno mismo. La claridad conceptual, la firme voluntad de evitar toda manipulación, todo abuso, todo ventajismo, o el rigor en el trato y en la aplicación del acuerdo son otros tantos valores que creo indispensables para la dignidad de quienes asumen un papel tutelar (y la de sus tutelados). Sin eso, no hay más que vulgar depredación, muy al gusto vainilla. Y ya si sabe, si con el tiempo y el roce cambian los sentimientos, no hay más que sentarse a redefinir el acuerdo y tener el valor de llamar las cosas por su nombre.

¿Suena idealista, o cuando menos poco realista? ¿Quizás ingenuo? ¿Imposible de llevar a cabo? Puede, aunque no lo creo; porque es cuestión de voluntad, de firmeza y de fe en la labor que se lleva a cabo; en cualquier caso, no he huido del universo vainilla y me he refugiado en éste para reproducir esquemas basados en la manipulación del más débil, exhibir testosterona al por mayor, llevar una vida de cómodo y fatuo pastoreo de incautas, o saltarme los principios que para mí dan sentido a este submundo para poder darme el gusto de tener a alguien a mi merced, como si fuera carne de cañón.

Y es que sin duda sonará antiguo, pero la falta de honestidad, de rigor y de claridad de ideas, así como la dejadez o la falta de elegancia en general (no me refiero sólo a la forma de vestir) constituyen para mí una grave carencia en el carácter de un Dominante; tan grave, de hecho, que pone en entredicho su valor como tal. Porque ser Dom o Amo/a es algo que exige no sólo saber cómo se maneja una fusta, o qué partes del cuerpo hay que respetar a la hora de emplearla, sino autocontrol, un enorme sentido de la responsabilidad, empatía, coherencia, rectitud y compromiso (para consigo mismo y para con la parte sumisa o tutelada). Exigencias puestas a prueba, precisamente, en el ejercicio de la tutoría; y valores que se suelen dejar de lado cuando el ansia aprieta y la oportunidad llama a la puerta. Sin ellos, el BDSM no es sino la tapadera perfecta para abusones, machirulos, ventajistas y demás ralea (de ambos sexos). Distinguirnos de ellos es una sagrada obligación. La tutoría, una forma de demostrarlo.

sábado, 5 de enero de 2013

BLACK ANGELS




El marcado contrate entre la blanca inocencia de la forja del cabecero, de las sábanas y las fundas de almohada y los elementos en negro (cabello, lápiz de ojos, collar, alas, tanga y botas), constituye una cumplida metáfora del encuentro entre dos mundos, entre dos planos de conciencia; metáfora en cuyo seno la piel rosada juega el papel de nexo, puente, punto de encuentro. O, por qué no, campo de batalla.

miércoles, 2 de enero de 2013

AÑO NUEVO, VIDA (BDSM) NUEVA




Dale a un hombre una máscara, y dirá la verdad.
Oscar Wilde 

Penúltimo día del año. Fuera, hace un frío intensísimo y del cielo encapotado cae una aguanieve persistente. Escribo mientras voy repasando, sin prisa, las diferentes prendas del esmoquin que vestiré para la cena. Un año menos, o un año más, según se mire. Un año particular, en cualquier caso (como lo fue, en otros aspectos, el de 1999), en el que parecen haberse cumplido los pronósticos generales, traducidos, a escala, en forma de una profunda crisis personal y cambios a granel. El más importante, la separación y la consiguiente asunción de mi soterrada condición de Dominante; dos hechos simultáneos y sucesivos que han venido a soldar, en un tiempo récord y para mi sorpresa, mi sempiterna fractura interna (y, de paso, un estado de depresión que llevaba prolongándose demasiado tiempo); la misma fractura que he venido padeciendo desde que tengo uso de razón. A un amigo que se maravillaba de la rapidez con que había salido del pozo y alcanzado cierto equilibrio (cuando lo natural es que una separación implique justo lo contrario), le expliqué el milagro con la analogía del nacimiento de Atenea, en el que la diosa surge de la cabeza de Zeus armada con la coraza, su casco de acero y la jabalina. Como si, durante todos estos años de tanteos, dudas, avances y retroceso (y mucha lectura y mucho estudio), en mi interior se hubiera ido formando la respuesta, de forma más o menos clandestina, y que, llegado el momento, bastó con que se quebrara la superficie para que emergiera el nuevo yo, rutilane, equipado y listo para el combate.

Sólo por eso, valdría decir que el año fue malo, sin duda, pero que valió la pena. Porque si las tres cuartas partes fueron de incertidumbre, hundimiento y apatía, a partir de septiembre la situación empezó a enderezarse hasta alcanzar el clímax de las últimas semanas. Un tiempo extraordinario que me ha devuelto la liviandad perdida y consolidado las grandes líneas del proceso. Estoy donde quería estar, y he venido para quedarme.

Se avecinan, eso sí, tiempos duros, de soledad sobre todo -yo que, desde los veinticuatro años, no he estado un momento solo (sin pareja, se sobrentiende)-; una dura prueba, para alguien que ha deseado tan fervientemente este momento, el de poder vivir a las claras su opción vital, que habrá de servir de test de mis propias convicciones. Pero incluso en los momentos de zozobra, la profunda sensación íntima de haber hecho lo que tenía que hacer, de haber cumplido con mi propósito, es suficiente para respirar hondo y decirme a mí mismo que todo va bien -y que todavía irá mejor-. Después de todo, no se da peor traición que la que cometemos contra nosotros mismos, pues es la raíz de todas las demás. Pienso en mi propia biografía, en la sucesión de relaciones (vainilla) fracasadas, en mi propio temor a asumirme y a buscar lo que deseaba y sentía necesitar, y comprendo que al ceder a ese miedo, pero sin lograr cercenar, al mismo tiempo, el carácter inexorable de mis pulsiones, he sembrado el caos, la confusión y, por qué no, el desamor a mi alrededor. En cierto sentido, he engañado más al no mostrarme tal cual era, al inicio de mis relaciones sentimentales, que al escapar de ellas como alma que lleva el diablo. Ahora sé, por ejemplo, que por lo que se refiere a la pareja, conceptos y realidades como el compromiso, la lealtad, la entrega sólo tienen sentido para mí en el contexto del BDSM. No negaré, sin embargo, el amor que pude sentir por todas las que en un momento fueron mis compañeras, pero fue un sentimiento amputado de su raíz, volátil e inconsistente y, por tanto, efímero. De acuerdo que mal podía haber actuado entonces de otra manera, cuando ignoraba el alcance -que no la urgencia- de mis pulsiones y, sobre todo, la mejor manera de canalizarlas; que obraba por tanteo y que todo aquello sirvió para alumbrar, al cabo, mi nuevo yo. Y que lo ocurrido, a pesar del dolor y el desencuentro, también les habrá servido a mis ex parejas (a las que agradezco el sacrificio involuntario) para saber más acerca de sí mismas, para distinguir entre lo que querían y lo que no. Pues en todo cuanto hacemos, en todo cuanto nos acontece, subyace la posibilidad de una lección, y la diferencia se establecerá a la postre entre aquellos que están dispuestos a aprender y los que no

Año nuevo, vida nueva pues. O: el Rey ha muerto, larga vida al Rey.