martes, 28 de mayo de 2013

UNIFORMES I

En general, los uniformes constituyen una de las manifestaciones más recurrentes del fetichismo. Su uso implica, de forma inequívoca, una relación vertical, jerarquizada. Su portador, hombre o mujer, es, por el mero hecho de llevarlo, un agente dominante, imbuido de autoridad, frente al no uniformado, al que corresponde el papel sumiso, de obediencia debida. Evidentemente, no basta con disfrazarse para que esa autoridad, ese poder, sean de facto. Hay que demostrar que uno merece llevar ese uniforme, que es capaz de estar a su altura; que de la suma del individuo y del uniforme emana un aura que otorga sentido al conjunto. Pero eso es otra historia.

De entre todos los uniformes posibles y, sobre todo, de entre todos aquellos cargados de una fuerte simbología (policía, médico, enfermera... es decir, aquellos ligados a profesiones frente a las que resulta fácil sentirse particularmente vulnerable), destacan los uniformes militares, capaces de suscitar tanto una atracción irresistible como un visceral rechazo, por su inequívoca relación con el poder, la violencia y la muerte. Claro está que no todos causan el mismo efecto, pues no todos poseen la misma capacidad evocadora. En esto, como en todo, sigue habiendo jerarquías. Los hay, por ejemplo, de un histrionismo risible, como los que suelen vestir los dictadorzuelos, que, como las urracas, se pirran por las chorreras doradas y los colores vistosos. Los hay de andar por casa, carentes de la marcialidad y el porte que solemos asociar a ese tipo de prendas. Es el caso por ejemplo de los uniformes del ejército ruso, que oscilan entre la exageración cómica que caracteriza a sus altos mandos, con sus gorras de plato sobredimensionadas, y el aspecto cutre, poco refinado, de la tropa. Lo primero -la exageración cómica- no es un rasgo privativo del Ejército Rojo. Basta con echarle un vistazo a una foto de Hermann Göring embutido en su uniforme de Mariscal del Aire, para entender hasta qué punto pueden ser risibles la megalomanía y la autocomplacencia. O a la caterva de altos mandos del Ejército de Corea del Norte, que, juntos, recuerdan un vasto campo de setas radioactivas.

Los ejércitos modernos han perdido, por otra parte y en mi augusta opinión, todo sentido de la elegancia. Ya son sólo máquinas, más o menos eficaces y funcionales, de hacer la guerra. Motivos de camuflaje, anchas guerreras, pantalones holgados y cubiertos de bolsillos parecen más propios de tareas de mecánicos; o, como mucho, de la práctica de la cinegética. 

En mi orden de preferencias, la zona más alta del escalafón la ocupan los uniformes de oficiales del Ejército británico, y principalmente del arma de caballería, correspondientes al periodo que transcurre desde la Guerra de los Bóers hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Por su corte, marcial y al tiempo preciso; por la calidad de sus telas. Un ejemplo de diseño, capaz de aunar belleza y función. 





 
 
 
Para una ampliación del tema relativo al carácter simbólico y fetichista del uniforme: