jueves, 27 de diciembre de 2012

FUI





Nada me retuvo. Me liberé y fui.
Hacia placeres que estaban
tanto en la realidad como en mi ser,
a través de la noche iluminada.
Y bebí un vino fuerte, como
sólo los audaces beben el placer.

Konstatinos Kavafis 

RENACIMIENTO



A Ale, que inspiró esta entrada


sévérine, la dulce sévérine, se ha marchado. No es algo que haya ocurrido hoy, ni ayer. De hecho, hace ya tiempo que dejó de ser sévérine. Han pasado incluso unos cuantos meses desde que tomamos la decisión de seguir caminos diferentes (pero yo no había encontrado el ánimo de sentarme a escribir hasta este mismo momento). Y, para entonces -casi podría decir que desde que fuera escrita la última entrada de este blog-, toda relación entre nosotros inspirada por el BDSM se había esfumado. Como he dicho más arriba, dejó de ser sévérine (colgó los hábitos, diríamos) y recuperó su identidad civil. Todavía tratamos de salvar los trastos, en nombre del cariño que nos profesábamos y de los muchos intereses que nos unían, pero no es posible engañarse durante mucho tiempo (aunque hay quien lo consigue durante una vida entera. A costa de pagarlo en la siguiente, dicen), sin que salten las alarmas y el proceso de declive dé paso al de implosión. Ni qué decir tiene que me ha costado recuperarme. Fueron muchos años juntos, sembrados de alegrías, descubrimientos y sinsabores. Me sigue pareciendo una persona admirable, alguien a quien seguiré queriendo en toda circunstancia, pero, al margen de toda fantasía, era hora de admitir lo inevitable, levantar acta de defunción y seguir adelante. Y éste seguir adelante conlleva, en mi caso, la plena aceptación, ya sin ambages ni medias tintas, sin subterfugios sentimentales ni excusas bizantinas, de mi íntima condición de Dominante. Porque si bien aquella-que-dejó-de-ser-sévérine no tuvo más remedio que admitir que su sumisión estaba ligada al juego de rol, al capricho sexual y al deseo de satisfacer mis fantasías (y de paso las suyas), por amor y complicidad-, en mí el proceso caminó en dirección contraria, desbaratando mis constantes esfuerzos por mantener al bicho bajo control. El que yo siempre había denominado como "el gemelo malo" tomó las riendas del asunto y, dando un puñetazo en al mesa, dejó claro que las ambigüedades y las medias tintas se habían terminado. Pues quien se engaña, no sólo se traiciona a sí mismo, sino a todos cuantos lo rodean. Y claro está que existen circunstancias y entornos en las que no queda otra que ocultar nuestra identidad secreta, pues se hallan en juego demasiadas cosas, pero ello no debería servir de coartada para evitar confesarnos la verdad a nosotros mismos y vivirla. ¿Pues qué clase de orgullo podrás sentir, si no te reivindicas a tus propios ojos? No miento si digo que ese paso, en apariencia tan nimio, me ha aportado una paz que hacía mucho tiempo que no sentía (¿acaso la sentí antes, en algún momento?). Incluso el lógico temor a la soledad, después de tantos años de convivencia y complicidad, se ha desvanecido y con él, el abatimiento, la apatía pertinaz; en pocas palabras, la fuerte depresión que arrastraba desde hacía ya muchos meses. ¿Toca estar solo? No importa, pues toda incertidumbre se ha visto barrida por la intensa sensación de hallarme donde anhelaba estar y no me permitía. El sentimiento de estar en lo cierto, en la búsqueda de quien me ayude a completar el cuadro, ya sin mentiras ni autoengaños, me proporciona las fuerzas para seguir adelante.Y puede que nunca llegue, que todo el esfuerzo parezca entonces haber sido en vano, una quimera, pero siempre quedará la certeza de que no pudo ser de otra manera de como está siendo, por lo que todo esto contiene de verdad, en el sentido heideggeriano de Aletheia como aquello que deja de estar oculto de desvelamiento del ser. Tampoco pretendo ponerme profundo -no en esta entrada, por lo menos-, sino dejar constancia de la frontera traspasada. Y, también, de mi regreso a este blog, con intención de hacer de él un cuaderno de bitácora que dé fe del camino emprendido. Estos últimos meses lo han sido no sólo de aceptación, sino también de reconocimiento íntimo, como si, mediante una pirueta inesperada, hubiese religado, por encima del tiempo transcurrido, el momento actual con el del hombre que fui hace veinticinco años. Pero esto será objeto de otra entrada.
 
 

INSOMNIA





Me despierto, de golpe, en medio de la noche cerrada. Fuera, el viento ruge como una fiera desabrida, loca. Al principio, es sólo un siniestro ulular en lo alto del monte, vibrante y terco, a modo de aviso de que la fiera está ahí, de ronda esta noche. Poco a poco, el sonido crece, engorda las huestes de su inquietante ejército de espectros, caracolea, se revuelve. Escucho entonces cómo, alcanzado el punto de no retorno, la fuerza concentrada arranca, se precipita ladera abajo, avalancha de aire torrencial que resuena por el valle como si toneladas de piedra cayeran del encolerizado cielo, arrastrando todo a su paso. Mar embravecido, tsunami de polvo de granito, que acaba por estrellarse contra el frágil rompiente del muro de ladrillo al que da nuestra ventana (descartando, de paso y por vana, cualquier veleidad por mi parte de lograr retornar al sueño y al olvido)... Podría intentar dar a tientas con algún par de tapones en el cajón de la mesilla, pero es inútil. Mejor desisto y me regodeo un rato con el silbido restallante del viento; látigo imaginario que descarga su poder, regular, rítmicamente, sobre las anchas espaldas de esta casa, cuya piel se resiente con cada golpe, pero no cede. Mi sueño, en cambio, sí lo ha hecho, se ha esfumado y me deja, con los ojos y los músculos cargados, remoloneando bajo los edredones, pegado al cuerpo crujiente de sévérine (cuyo descanso, bendita sea su suerte, en nada se ha visto alterado). Y del azote del viento, mi imaginación se desliza, por analogía, hasta