A Ale, que inspiró esta entrada
sévérine, la dulce sévérine, se ha marchado. No es algo que haya ocurrido hoy, ni ayer. De hecho, hace ya tiempo que dejó de ser sévérine. Han pasado incluso unos cuantos
meses desde que tomamos la decisión de seguir caminos diferentes (pero
yo no había encontrado el ánimo de sentarme a escribir hasta este mismo
momento). Y, para entonces -casi podría decir que desde que fuera
escrita la última entrada de este blog-, toda relación entre nosotros inspirada por el BDSM se había esfumado. Como he dicho más arriba, dejó de ser sévérine (colgó los hábitos, diríamos) y recuperó su identidad civil. Todavía tratamos de salvar los trastos, en nombre del cariño que nos profesábamos y de los muchos intereses que nos unían,
pero no es posible engañarse durante mucho tiempo (aunque hay quien lo
consigue durante una vida entera. A costa de pagarlo en la siguiente,
dicen), sin que salten las alarmas y el proceso de declive dé paso al de
implosión. Ni qué decir tiene que me ha costado recuperarme. Fueron
muchos años juntos, sembrados de alegrías, descubrimientos y sinsabores.
Me sigue pareciendo una persona admirable, alguien a quien seguiré
queriendo en toda circunstancia, pero, al margen de toda fantasía, era
hora de admitir lo inevitable, levantar acta de defunción y seguir
adelante. Y éste seguir adelante conlleva, en mi caso, la plena
aceptación, ya sin ambages ni medias tintas, sin subterfugios
sentimentales ni excusas bizantinas, de mi íntima condición de
Dominante. Porque si bien aquella-que-dejó-de-ser-sévérine no tuvo más
remedio que admitir que su sumisión estaba ligada al juego de rol, al
capricho sexual y al deseo de satisfacer mis fantasías (y de paso las suyas),
por amor y complicidad-, en mí el proceso caminó en dirección
contraria, desbaratando mis constantes esfuerzos por mantener al bicho
bajo control. El que yo siempre había denominado como "el gemelo malo"
tomó las riendas del asunto y, dando un puñetazo en al mesa, dejó claro
que las ambigüedades y las medias tintas se habían terminado. Pues quien
se engaña, no sólo se traiciona a sí mismo, sino a todos cuantos lo
rodean. Y claro está que existen circunstancias y entornos en las que no
queda otra que ocultar nuestra identidad secreta, pues se hallan en
juego demasiadas cosas, pero ello no debería servir de coartada para
evitar confesarnos la verdad a nosotros mismos y vivirla. ¿Pues qué
clase de orgullo podrás sentir, si no te reivindicas a tus propios ojos?
No miento si digo que ese paso, en apariencia tan nimio, me ha aportado
una paz que hacía mucho tiempo que no sentía (¿acaso la sentí antes, en
algún momento?). Incluso el lógico temor a la soledad, después de
tantos años de convivencia y complicidad, se ha desvanecido y con él, el abatimiento, la apatía pertinaz;
en pocas palabras, la fuerte depresión que arrastraba desde hacía ya
muchos meses. ¿Toca estar solo? No importa, pues toda incertidumbre se
ha visto barrida por la intensa sensación de hallarme donde anhelaba
estar y no me permitía. El
sentimiento de estar en lo cierto, en la búsqueda de quien me ayude a
completar el cuadro, ya sin mentiras ni autoengaños, me proporciona las
fuerzas para seguir adelante.Y puede que nunca llegue, que todo el
esfuerzo parezca entonces haber sido en vano, una quimera, pero siempre
quedará la certeza de que no pudo ser de otra manera de como está
siendo, por lo que todo esto contiene de verdad, en el sentido
heideggeriano de Aletheia como aquello que deja de estar oculto de desvelamiento del ser. Tampoco pretendo ponerme profundo -no en esta entrada, por lo menos-, sino dejar constancia de la frontera traspasada. Y, también, de mi regreso a este blog, con intención de hacer de él un cuaderno de bitácora que dé fe del camino emprendido. Estos últimos meses lo han sido no sólo de aceptación, sino también de reconocimiento íntimo, como si, mediante una pirueta inesperada, hubiese religado, por encima del tiempo transcurrido, el momento actual con el del hombre que fui hace veinticinco años. Pero esto será objeto de otra entrada.
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