jueves, 27 de diciembre de 2012

INSOMNIA





Me despierto, de golpe, en medio de la noche cerrada. Fuera, el viento ruge como una fiera desabrida, loca. Al principio, es sólo un siniestro ulular en lo alto del monte, vibrante y terco, a modo de aviso de que la fiera está ahí, de ronda esta noche. Poco a poco, el sonido crece, engorda las huestes de su inquietante ejército de espectros, caracolea, se revuelve. Escucho entonces cómo, alcanzado el punto de no retorno, la fuerza concentrada arranca, se precipita ladera abajo, avalancha de aire torrencial que resuena por el valle como si toneladas de piedra cayeran del encolerizado cielo, arrastrando todo a su paso. Mar embravecido, tsunami de polvo de granito, que acaba por estrellarse contra el frágil rompiente del muro de ladrillo al que da nuestra ventana (descartando, de paso y por vana, cualquier veleidad por mi parte de lograr retornar al sueño y al olvido)... Podría intentar dar a tientas con algún par de tapones en el cajón de la mesilla, pero es inútil. Mejor desisto y me regodeo un rato con el silbido restallante del viento; látigo imaginario que descarga su poder, regular, rítmicamente, sobre las anchas espaldas de esta casa, cuya piel se resiente con cada golpe, pero no cede. Mi sueño, en cambio, sí lo ha hecho, se ha esfumado y me deja, con los ojos y los músculos cargados, remoloneando bajo los edredones, pegado al cuerpo crujiente de sévérine (cuyo descanso, bendita sea su suerte, en nada se ha visto alterado). Y del azote del viento, mi imaginación se desliza, por analogía, hasta


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